Un inmenso descanso nos llena y una sensación de liviandad invade nuestros cuerpos, dejando en ellos el placer del desahogo, cuando, con una profunda espiración, en un ejercicio de voluntad reprimida, desalojamos nuestra vejiga con mayor placer que el éxtasis místico.
Cuando era pequeño acudía con asiduidad a los servicios, debido, decían, a un problema de incontinencia. Fuera lo que fuere, no pasaba mucho tiempo antes de que volviese a pedir a un adulto, con candorosa inocencia, que me acompañase al servicio para ayudarme en el ejercicio de la micción. Petición que ahora se antoja estúpida, no ya porque sería comprometido pedirle a alguien tal favor, sino porque entonces, a buen seguro, resultaba incómodo para más de uno y, la verdad, algo desagradable para mí. Un día, harto de tener que esperar a que alguien me acompañase, me fui yo solito y experimenté esa alegría loca que sienten los niños cuando aprenden algo solos. Desde entonces soy un autodidacta.
A medida que pasaban los años, mi costumbre de ir al baño cada dos por tres no decrecía, sino que más bien aumentaba, debido, decían, a una cuestión psicológica. Todo aquel tiempo que pasaba ante el urinario resultaba provechoso. En principio, salió la vena artística de mi interior y me dedicaba a hacer todo tipo de rizos, parábolas y figuras con el chorrito que a mi antojo controlaba; con la destreza de un pintor que maneja su pincel o la de un escritor con su pluma, manipulaba mi instrumento de expresión, y, he de decir, que aquellos momentos resultaban, sin duda, los más ociosos. Con el tiempo dejé de jugar pero no de ir al retrete. Resultaba un paréntesis maravilloso, en el trabajo o en casa, recluirse un par de minutos en una meadita; ordenaba mis ideas y hacía planes inmediatos, reflexionaba sobre lo acontecido desde mi última visita al lavabo, y disfrutaba de mis emociones a solas sobre aquella cascada de corta vida. Esto, sin embargo, no lo podían entender mis familiares y amigos.
Bajo sus presiones visité a un urólogo, quién me hizo todo tipo de pruebas, pero no encontró nada susceptible de enfermedad y me remitió a un psicólogo. Acepté, con natural desagrado, la consulta con el especialista, aunque todos coincidían en que mi equilibrio emocional estaba fuera de toda duda. Así coincidió el psicólogo en su diagnóstico, asegurando que no corrían ningún peligro ni mi salud ni mi cordura, pero interesado por el extraño motus animi continuus que definía mi conducta, me propuso seguir con las sesiones sin que ello me supusiera gasto alguno. Dejamos aquello sin respuestas y bajo sospecha de contagio, pues, últimamente, tan continuadas eran sus ausencias excusadas como las mías, hasta llegar al punto de no poder trabajar juntos por incompatibilidad fisiológica.
Durante mucho tiempo deje de plantearme el porqué de mi costumbre. Me bastaba ponerme de cara a la pared, relajar el diafragma, cerrar los ojos y evadirme de la realidad, viajar por un mundo de ensueño, construido a mi antojo, sin paraíso, sin infierno, sin maldades ni bondades, sin más que vida en estado puro; vida que se acababa con unas gotas anunciantes del final de esa ideal existencia y el nuevo principio de otra vida, dura y real.
Es posible que mi vida hubiera acabado en un urinario, como la de muchos otros, si no me hubiera armado de coraje e ilusión. Pero, de verdad, se acabaron aquellos tiempos de echar una meadita en un árbol. De todas formas, ¿a quién le gusta que le llamen meón?
viernes, abril 22, 2005
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario