domingo, octubre 09, 2005

Fábula de las tres Cucaburras

Dice la leyenda que en Grecia vivía un sabio ( todos los sabios han vivido siempre en Grecia debido a la exención fiscal que se aplicaba cuando el cociente intelectual superaba 120), que era ornitólogo aficionado y que amaba a estas aves (porque las cucaburras, a pesar de todo, son aves). Un día se planteó ponerles nombre, porque llamándolas pájaros, como hasta ahora, sólo podía distinguirlas de los pajarracos y de los pajarillos. Pensó en "ramonas", en memoria de su abuela, y en "hepatitis", que sonaba bastante griego (también lo sonaban "triquinosis" y "diabetes" pero no le gustaban lo suficiente). Era complicado porque esto de los nombres siempre ha sido cosa de los latinos (en Roma existían exenciones fiscales para los lingüistas), hasta que dio con cucaburra. La explicación es la más estúpida y previsible que os podáis imaginar: para él, estas aves tenían una capacidad de supervivencia similar a la de las cucarachas, y su obstinado empeño en vivir era propio de una burra, y también por qué no, de su abuela Ramona. Así que les puso cucaburras de nombre y aquí se acaba la leyenda. Pero donde acaba una leyenda, a menudo empieza la fábula.

Érase una vez un bosque húmedo, repleto de vegetación, devorada por multitud de insectos, devorados por pequeños reptiles, devorados por cucaburras. (Y aquí me paro, porque si no, acabamos el cuento) Las aves cantaban y cantaban para marcar su territorio, hasta la época de apareamiento, en la que cantaban más bajito sólo por placer. Después, llegaba la época de incubar los huevos hasta que por fin nacían los polluelos. Y allí estaban ellos tres, nuestros protagonistas. Dos de ellos salieron del cascarón a la par, mientras que el tercero se retrasó unos días, por lo que su aspecto siempre fue más débil que el de sus hermanos. Esto de la fortaleza física viene a ser, para la vida en la Naturaleza, como es para la vida en nuestra sociedad humana (o inhumana, según se mire) el dinero. Evitando juicios morales sobre aquellas personas que lo tienen y aquellas otras que no lo tienen, lo que está claro es que quien no tiene ha de cambiarlo por salud ( y dicen las malas lenguas que por amor también se cambia). Así que el polluelo débil pagó su escasez de fortaleza, y su mal momento de nacer, con su salud, que inevitablemente se fue deteriorando porque cuando los padres llegaban con comida, los primeros en meter el pico eran sus hermanos, y además, por dos veces, una en su cabecita y otra en el alimento. Encima (porque no sólo las desgracias no vienen solas sino que a menudo vienen muy mal acompañadas) sobrevino una época de escasez en el bosque. Algo así como menos agua, menos insectos, menos reptiles. Los padres apenas podían cazar, y si encontraban algo eran pequeñas presas. Curiosamente, lo que para los hermanos desarrollados eran migajas, para el pequeño cucaburra significaba seguir o no seguir viviendo. Pero sobrevivía, como las cucarachas, aunque fuera engullendo uno de esos asquerosos gusanos que llegaban hasta su nido. Aún con todo, estaba abocado a la muerte, porque la naturaleza es así de sencilla (¿y cruel?) y sólo los más fuertes y poderosos sobreviven. Si a alguien esto le solivianta, que haga algo si puede y le complace. Pero los animalitos poco pueden hacer, salvo claro, encomendarse a la poderosa y sabia, aunque a veces distraída, Naturaleza. Porque por muy fuerte que uno sea, por muy hábil que sea quitando la comida a su hermanito pequeño, por muchos picotazos que sepas dar en la cabeza ajena, siempre hay otro más poderoso que tú y, sobre todo, con menos escrúpulos.

Me explico. Un día, en el que los hermanos gordotes esperaban a la puerta del nido su ración diaria, mientras el pequeño cucaburra apenas podía abrir los ojos para ver como sus hermanos se cachondeaban de él, una hermosa pitón de trece metros trepó hasta el hueco del árbol, vio a aquellos apetitosos bocados y se enroscó a ellos para después engullirlos. Primero un gordo, y luego otro gordo, y el pequeño cucaburra, acostumbrado a esconderse en el fondo del nido, vio como de repente sus posibilidades de supervivencia se multiplicaron por diez. Así es, que la naturaleza, a veces quiere dar una oportunidad a los más débiles cuando se empeñan en vivir. El pequeño se convirtió en joven y permaneció junto a sus padres en el territorio que algún día sería suyo. Además, cuando sus progenitores decidieron aumentar la familia, él se dedicó a cazar, como el que más, para alimentarles. Y siempre entraba en fondo del nido para asegurarse que el más pequeño había comido. Crecieron todos los polluelos sanos y fuertes y la familia de cucaburras creció, y nuestro sabio de Grecia se dedicó a observarlas.

Como buena fábula, ésta (buena o no ) debería tener moraleja. Si podemos compararnos con los pájaros, si olvidamos que somos animales racionales, o sentimentales, que nos gusta tanto reprimir instintos, que nos distinguen nuestros recuerdos, nuestra historia, y que tenemos más conciencia de la muerte que de la propia vida, podemos encontrarle una moraleja. Yo no la escribo, porque ya no hay exenciones fiscales para los sabios de Grecia.

jueves, octubre 06, 2005

Sueño freudiano

Ultimamente tengo el mismo sueño. Uno de esos sueños tan extraños y desconcertantes que parecen una película francesa, o, a lo peor, sueca. Me despierto en una gran cama de matrimonio con un dedo metido en el ojo. Es el de mi esposa, que duerme a mi lado con tan dañina postura. Me levanto y piso un perro que reacciona de mala manera y se afila sus dientes en mis tobillos. Cuando termina de devorarme el pie saca un cepillo de dientes y se los lava mientras canta New York, New York. Yo, estupefacto, salgo de la habitación con tres pies en vez de uno, y camino con singular pericia dirigiéndome a la cocina. Después de desayunar, me visto y salgo de casa a por el coche, para dirigirme al trabajo. A pesar de tener un enorme espacio para maniobrar no consigo sacarlo de la acera. Entonces oigo un golpe en la parte trasera que me estremece. He atropellado a mi vecina. Ella sonríe porque sabe que no tengo carné de conducir y me despide con el fémur en la mano. Mientras espero en un sémaforo el coche se llena de agua, yo abro las ventanillas para poder respirar y un guardia me pone una multa por verter pececillos de colores a la calzada. "Si hubiesen sido sardinas no hubiese pasado nada", replica. Entonces mi volante se convierte en un pato con los ojos azules que me suelta un discurso sobre el nihilismo. Yo me largo por el tubo de escape y empiezo a correr como un poseso. Todos son patos, menos mi vecina que es un arenque del Atlántico Norte, y, además, lee a Sartre. Doblo la esquina y me encuentro en la escuela de mi infancia. Todos van sin zapatos y con chinchetas en la nariz. Uno de los niños se acerca y me cuenta las leyes de Maxwell, después se transforma en torero y da tres pases de pecho a un cerdo ibérico. Intento escapar pero no puedo porque la mitad de mi cuerpo se ha convertido en portería de fútbol. Cientos de niños llegan con sus balones para chutar a gol. Mientras soy ultrajado de aquella manera, un pajarito se posa en mi hombro y me susurra al oído: "El proceso del trabajo está definido por actividades del hombre orientadas a la transformación de los objetos naturales" . Yo le intento contestar pero solo puedo decir "una barra de pan, por favor" y "me gusta la conquiliología". Esto último no sé lo que significa pero el pájaro se va aterrado silbando La Bien Pagá. Me doy cuenta de que he recobrado mis piernas y que puedo escapar, pero no quiero porque frente a mí desfila una modelo desnuda que anuncia pastillas para la garganta. Yo carraspeo para llamar su atención, pero me ignora; es más, me vuelvo tísico con la sola esperanza de cruzar nuestras miradas pero ella se coge del brazo de un viejecito en perfecto estado de salud que grita excitado y con espuma en la boca:"¡El tamaño no importa! ¡La impotencia tiene cura!" Ahora sí me invade el pánico y corro por calles desconocidas. Entro en una casa que resulta ser la mía. Voy al dormitorio y hallo a mi mujer dormida con el dedo pulgar del pie hundido en uno de sus ojos. Me siento cansado y me acuesto.

Entonces me despierto de verdad, sudoroso. No pasa nada. Mi mujer sigue a mi lado con los ojos libres de dedos. El perro duerme junto al pato y la casa sólo se ve perturbada por el abuelo, que corre, como siempre, tras la enfermera, gritando a pleno pulmón: ¡Espera! ¡El tamaño no importa! ¡La impotencia tiene cura!