miércoles, septiembre 28, 2005

El pez volador

Junto a las tranquilas y templadas aguas del pacífico sur existía una pequeña isla cocotera. Allí vivía el Ave del Paraíso, hermosa, coqueta, ovípara y vertebrada. El bello plumaje que la vestía y que exhibía en vuelo con todo su esplendor era envidiado por otras aves y admirado por todos los animalitos que por la isla correteaban. Por todos, incluso por un pececillo que todas las mañanas se acercaba a la orilla para observar los gráciles movimientos de la hembra emplumada. Estaba enamorado de ella y, aunque pensaba que un "cacho carne de conserva" como él no tenía ninguna oportunidad, a la pajarita marina no le había pasado desapercibida la atención y la estima que el teleósteo le profesaba. Así, un día, ella se acercó a la orilla y se dirigió a él. De cómo los seres terrestres (y extraterrestres quizás) se conocen y se enamoran no es el tema del cuento, así que os podéis imaginar mil y un detalles que juntos crearon un gran amor, un amor tan fuerte que unió a dos seres tan distintos.

Pero no acaba aquí la historia, sino que empieza, porque la vida marital es por encima de cualquier calificativo complicada. El primer problema surgió a raíz de la instalación del nuevo hogar donde debería refugiarse y crecer su valiente amor. El ave, por supuesto, prefería los espacios abiertos, aire puro, algo de campo e insectos. El pez, por el contrario, le horrorizaba la vida urbana (isleña en este caso) y prefería el romper libre de las olas, los vaivenes de la marea y, claro, la presencia inevitable del líquido elemento, para él , si cabe, más importante que la preciosa ave de sus sueños. Ella admitió su necesidad de agua pero no sin hacer antes comentarios ultrajantes acerca de su "pobre y arcaica forma de respirar". Subsanaron el problema construyendo un precioso nido-cueva en la orilla junto a unos arrecifes de coral. Aquel nido, hecho con ramas y algas, estaba provisto de lo más esencial para una relación que acaba de empezar: un dormitorio, un baño, cocina con "office", una espaciosa bodega inundada y una terracita empotrada en las rocas. Espacio que fue suficiente hasta que al plumífero le invadieron los instintos maternales. "Quiero tener crías" fue el sorprendente e inquietante anhelo que le transmitió al pececillo. Él estimó que aquella petición era del todo imposible, un desafío impenetrable incluso para la todopoderosa Naturaleza. Ella confiaba en sus posibilidades y le comentaba planes contorsionistas para llevar a cabo la consumación matrimonial hasta entonces aparcada. De las relaciones, torpezas, fantasías y desviaciones sexuales se han escrito multitud de tratados, pero tampoco es el tema de este cuento contar cómo lo lograron. Pero lo lograron. El ave quedó en estado de buena esperanza y puso una especie de huevo gelatinoso del cual nació una hermosa cría. Tenía los ojos saltones de su padre, los vivos colores de su madre, y unas alitas que le permitían abandonar el agua durante algunos segundos.

Así nació el pez volador, fruto de un amor, a priori, imposible de sostener, que no sólo sobrevivío, sino que marcó un antes y un después en materia de apareamientos, y dejó patente la habilidad vital de hacer los sueños realidad.

martes, septiembre 27, 2005

Grandes fracasos: ¡Franklin que te la cargas!

Sus padres pertenecían al sistema cegesimal, que, por aquella época, estaba muy mal visto. Pero a él no le importaba. Era un niño muy feliz que corría con su cometa enrrollada a la oreja, mientras pinchaba a su hermanito en la rabadilla con un palito, a la sazón, un pararrayos. "¡Cuando lo enchufe...!"- amenazaba a sus corvas fraternales. Y andaba su madre experimentando por allí con los aparatos de su padre, y gritaba a su hijo: "¡Que te la cargas, Franklin, que te la cargas!" Y se la cargó, eléctricamente. Y ya se sabe lo que ocurre, se pone tiesa, se pone tiesa..., la cometa, claro. Así descubrió Benjamín al Coulombio, un tío muy feo, muy feo, y dividido por el cuadrado de la distancia. Coulomb, que era un poco sarasa, le decía:"¡Tú te tienes que relacionar conmigo!", -"¡Ah, no, yo ni hablar!",-decía Franklin. Pero como suele suceder, esto llegó a París. Pero no, no fueron a por niños como se podía pensar, ¡no!, ¡ni lo más remoto!; el día 15 de septiembre de 1786 entró Franklin a caballo del señor Coulomb, que se dejó los cuadrados en el camino. Cruzaron el Arco del Triunfo, y allí, en lo campos del tal Elíseo, señor muy rico e influyente, exclamó:"¡Tengo la ley!".-"¡Oh, cuanto lo sentimos señor, no tenemos medicinas para esa enfermedad!",- decían los parisinos que iban a su bola. "Arrevouire", o algo así decán. Así que Franklin murió por ley, como todos, y coloumb, Coulomb, Culomb, bueno..., uno de ellos, murió eléctricamente suicidado al meterse los dedos en la garganta. Sus familiares les compraron un panteón en el que reza el epitafio: 1C=300000 Franklin.

lunes, septiembre 19, 2005

Historia de un escritor olvidado

Aunque el tiempo que le dedicaba a la lectura era ciertamente escaso, Don Timoteo era una apasionado de las letras. En sus conversaciones siempre cuidaba al máximo la elección de su vocabulario para dar con la palabra adecuada que garantizase el entendimiento de su discurso y, pese a que pocas veces lograba no ser ambiguo, confuso o prolijo, su afición al lenguaje, al buen uso del lenguaje, no disminuía un ápice. Pero lo que más le fascinaba era la posibilidad de crear con palabras personajes, historias, emociones... todo aquello le generaba un estado próximo al shock.

Pero sus obras nunca tuvieron la aceptación de la crítica a pesar de su irrefutable calidad. Como muestra exponemos a continuación una de sus cuentos cortos:

"El sereno del pueblo era un hombre joven, curtido, zurdo para escribir y valiente en su trabajo aun cuando se hacía pis en la cama desde los tres años."

¿Quién puede negar la fuerza de esta historia? Nadie, desde Cervantes y su Quijote, ha sido capaz de resumir en sólo unas líneas el carácter y los móviles de un caballero andante. ¿Y acaso sabe alguien si Don Alonso Quijano era zurdo o diestro? Pues no fue suficiente esta pequeña crítica de la vida nocturna y su maravilloso retrato de unas sábanas perpetuamente mojadas para ganarse el respaldo de los especialistas. Sin embargo logró publicarlo en la parte posterior de una caja de cereales y con el dinero que sacó sobrevivió para sacar adelante un nuevo proyecto. Este necesitó de un profundo trabajo de investigación.

Durante semanas se introdujo en ambientes insanos, desconocidos, peligrosos por tanto, y se codeó con gente maltratada por la vida que no sabía lo que era una declaración de la renta negativa. Todo aquello le dejó una profunda huella (la del portero del night club que le echó a patadas) y cambió radicalmente su existencia, pues al tropezar con la acera fue a caer en mitad de la calzada mientras pasaba uno de los silenciosos camiones de basura de la ciudad. Fue en el hospital donde gestó su siguiente obra:

"Si hay algo peor que la comida del hospital es que te operen sin anestesia y se dejen en el páncreas una radio encendida con el Carrusel Deportivo."

Obra claramente autobiográfica que manifiesta con singular sencillez la incomodidad que puede llegar a sufrir el bazo compartiendo espacio con un ingenio electrónico. Y a pesar de ese maravilloso retrato, un tanto ácido eso sí, del día a día hospitalario, tampoco éste recaló en los lectores como era su ilusión. Alguien podría pensar que ante semejante fracaso Don Timoteo dudó si continuar o no su carrera literaria, pero no fue así ni por un momento. El destino se cruzó en su camino, saltándose un semáforo en rojo, y, dando parte del siniestro, conoció a una afable muchachita que se convirtió en su esposa horas más tarde. La inspiración surgía de aquella dulce mirada, aumentada siete veces por las gruesas gafas de la muchacha, como si de una cascada de ideas y palabras se tratase. No podía ser menos nuestro incomparable autor y dejó que el amor modelara sus mejores creaciones, entre las cuales destaca el sublime diálogo entre enamorados:

-Cariño, ¿qué vamos a hacer esta noche?
-Lo que tú quieras, cielo.
-No. Lo que tu quieras.
-Me da igual. Lo que tu quieras.
-Lo que tu quieras es igual.
-Igual es si tu lo quieres.
-Yo quiero lo que tu quieras.
-Lo que yo quiero es que quieras algo.
-Esta bien. Lo que tu quieras.
-Lo que tu quieras está bien.
-Bien está lo que bien acaba.
-Bien acaba si tu quieres, cielo.
-Como quieras, cariño ¿Qué vamos a hacer esta noche?

¡Por fin un éxito de ventas! Inexplicable para los críticos pero absolutamente arrollador en las listas de venta. ¿Y qué se puede esperar si no de un resumen tan conciso y tan denso de las relaciones de pareja? Jamás un autor había sido capaz de plasmar con tal simplicidad la problemática de la separación en la humanidad y la angustia que provoca una vida sin amor. Una segunda lectura invita a una reflexión sobre la voluntad y la libertad, así como acerca de los problemas que puede ocasionar el cancelar una reserva el viernes por la noche. Pero la fama no cambió el caracter de Don Timoteo, profundamente entregado a la locura de escribir. Ahora se debía a sus lectores que esperaban de él la magia de sus anteriores obras, ese algo inexplicable que provoca atracción y que por ponerle nombre lo denominamos magia aunque también podríamos llamarlo encefalopatía.

En esa época esplendorosa se dedicó a viajar por todo el mundo recogiendo experiencias y nacieron títulos como "El último vagón del Metro", "La taquillera del Cercanías", "Confusión con el revisor" y la maravillosa "Volver andando a casa". Todas ellas coparon los primeros puestos de ventas generando unos beneficios inusitados en el mundo del libro. ¿Y por qué hemos olvidado a un autor tan relevante en nuestra historia moderna? Esa es la pregunta que lanzo a la sociedad aunque la comparen con aquella otra tan famosa, y, erróneamente atribuida a mi pluma, ¿está siempre encendida la luz del frigorífico? Ambas requieren un cuidadoso análisis antes de aventurarse a dar una respuesta tajante. Yo, como defensor de Don Timoteo, no puedo sino contestar con uno de sus brillantes aforismos:

"No desplumes al pichón si vas a hacer spaghetti a la carbonara"

martes, septiembre 13, 2005

Grandes fracasos: La familia Fibonacci

Aquella era una sucesión muy mona. Muy mona y muy tonta, tanto que no pudo resistirse a los piropos de un galán italiano, a la sazón, Fibonacci. Se casaron y vivieron felices, pero a los tres días se torció la cosa.

- Aquí falta algo, - decía Don Vito- a esa 'a' le falta sub ene.

¿Y qué es una familia sin sub nenes y sub nenas? Nada, claro. Así que se pusieron manos a la obra, pagaron al capataz, y a los tres meses tuvieron un precioso edificio con dos nenes dentro. Fibonacci estaba eufórico, y le dijo a su mujer:

- ¡Vamos a tener otro, vamos! Pero no uno cualquiera, no. Tendremos un nene tal que n = n-1 + n-2.

Así que tuvieron muchos nenes y todos comían acelgas en salsa Fibonacci, que le salía muy bien, pero que muy bien, al padre. Y Don Vito le animaba a su hijo:

- Vamos, hombre, tienes que ir a por el término general.

Y él se olvidó del método Ogino, y utilizó el método por inducción, sobre n, claro. Pero aquella sucesión era muy celosa y no le dejó pobrarlo con n+1.

-¡Con esa pelandusca no te acuestas!, -decía irritada.

Así que Fibonacci dejó a la sucesión y se fue a cazar conejos. Y esta es la famosa historia de la familia Fibonacci.

martes, septiembre 06, 2005

Cooper: El eslabón perdido (IV)

- Umga.
- Dios, qué golpe.
- Umga, umga.
- Disculpe, ¿sabe cómo volver a la fábrica “El Ternerillo?
- Ahhh, jara crude umga.
- Veo que no.

Aquel hombre no hubiera pasado por más que un hincha del Liverpool o quizá del Chelsea. Su forma de vestir dejaba que desear, pero quién no, en estas fechas todos esperan a las rebajas de enero. De pronto sonrió y la pieza encajó en el rompecabezas. No encajó del todo porque abandoné mis cursillos de odontología por correspondencia en el tercer fascículo. Pero estaba claro que aquel premolar y aquel hombre estaban hechos el uno para el otro. Acababa de encontrar el eslabón perdido.

- Yo, Cooper. Tú..., yo que sé, chita.
- Y tu puta madre.
- ¡¿Hablas?!
- Pues claro, coño. Si es que uno ya no puede ni volver a sus orígenes.
- ¿Pero qué orígenes?
- Pues como papá y mamá. Desde que me descongelé todo se ha vuelto complejo.
- Así que el viejo tenía razón, eres un Neandertal de esos.
- No exactamente. Mi padre era Neandertal y mi madre Cromagnon. Un día se encontraron en las montañas...
- ...y surgió el flechazo.
- Más bien, el “lanzazo”. Mi padre la confundió con una gacela y estuvo a punto de atravesarla pero por fortuna falló. Se pusieron a hablar, o a gruñir, y mi madre, que acababa de descubrir la agricultura, se lo llevó al huerto.
- ¿Y qué sucedió contigo?
- Un día cazando nos sorprendió el glaciar y quedé congelado en las montañas. Después no sé más. Una mañana te despiertas en la montaña con trece años y un taparrabos, sabiendo lo que pasa por las mañanas, y me encuentro en un mundo diferente. He tratado de camuflarme como una más de esas extrañas criaturas que sois, pero... Aprendí vuestra primitiva lengua y me embarqué en una nueva vida sin rumbo. Ya crecido, viajando en un autobús sucedió aquello. Una señora me preguntó, “¿se baja usted en la próxima?", y yo, espontáneamente, respondí, "me alegro de que me haga esa pregunta porque es algo que nos interesa, sin duda, a usted y a mí, y centrará toda mi atención en los próximos días." Y entonces supe que mi destino era convertirme en político.

El hombre primitivo había cumplido su sueño de ser político, y se había convertido en uno de los más respetados, pues a todos deslumbraba su inteligencia. No era normal tanta inteligencia en el Congreso. Pero con los años se hartó de tanta tontería alrededor. Huyo de la necedad de sus compañeros, de los hombres, de sus tonterías, de su estúpida civilización, para seguir siendo neandertal y cromagnon.

Di noticia del hallazgo al doctor P.Elvis con una condición: que sus estudios no se hicieran públicos hasta la muerte del hombre primitivo. Su ansía investigadora le hizo aceptar y se fue a vivir a los bosques con el susodicho.

En estas fechas entrañables a uno le llena la esperanza y la ilusión. Aunque lo que más llena, sin duda, son el pavo relleno de mi madre y los entremeses que prepara mi padre. Una vez más, mis fuertes brazos trincharon el ave y puede disfrutar en familia de esa Feliz Navidad con la satisfacción del trabajo bien hecho y con la certeza de aquel colmillo que acababa de encontrar en el pavo tendría un dueño y una historia verdadera.

FIN

jueves, septiembre 01, 2005

Cooper: El eslabón perdido (III)

Después de saborear el menú de degustación, con descubrimiento de falsas pistas incluido, me dirigí a las fábricas de “El Ternerillo” y fingí ser un inspector de sanidad. No tuve que disfrazarme demasiado, pues en esas leyendas urbanas que hablan de la aparición de estos personajes, y de sus primos, los inspectores de trabajo, nadie ha conseguido describir de forma fidedigna su aspecto.

- Muy buenas. Vengo a realizar una inspección de sanidad.
- Vaya, creía que era una leyenda urbana... Sí, pase por aquí.
- No, gracias, si no quiero ver el gimnasio de la empresa. Lo que quiero ver es la fábrica de hamburguesas.
- Ah, claro, qué despiste. Uno se pasa el día viendo toros y vacas y ya no sabe dónde...
- Le seré claro. No me importan las ratas que corretean por aquí, ni el enjambre de moscas que anida en aquella prensa. Puedo hacer que no he visto a ese perro al que le faltan los traseros e, incluso, aunque me molesta, pasaré por alto las cucarachas que tratan de trepar por mi pernera. Sólo quiero saber de dónde salió este premolar.
- Déjeme ver... Pues la verdad no... Espere, quizá tenga que ver con aquel loco. Hace unas semanas entró en la fábrica un hombre desaliñado con un aspecto bastante animal. Estuvimos a punto de triturarle. Le hincó el diente a una de aquellas piezas de ternera y después se fue aullando. Supongo que tenía hambre.

Ya le estaba estrechando el círculo y eso seguramente podía doler. Me dirigí a los bosques colindantes con la esperanza de encontrar alguna huella. Sólo encontré algunas latas, unos billetes, una diana electrónica y un berbiquí. Ni rastro del eslabón perdido. Pasado el tiempo decidí volver a casa y dejar definitivamente el caso hasta la vuelta de las Navidades pero algo en mi interior me lo impedía. Algo que algunas personas tienen y otras no. Algo que incluso tienen las palomas: sentido de la orientación. Me había perdido por completo y no tenía ni idea de por dónde tirar. Ya sabía yo que ir sin norte por la vida me pasaría factura en algún momento. Miré hacia el cielo intentándome guiar por las estrellas pero aquello era enjambre de luces blancas sin sentido. Un carrito, un escorpión..., ya podían formarse para hacer un cartel que señalara a la carretera más cercana. Sólo puede pasar una cosa cuando se mira hacia el cielo con tal desorientación y es que una enorme rama te golpeé a la altura de la barbilla con precisión boxeadora.

(CONTINUARÁ)