Junto a las tranquilas y templadas aguas del pacífico sur existía una pequeña isla cocotera. Allí vivía el Ave del Paraíso, hermosa, coqueta, ovípara y vertebrada. El bello plumaje que la vestía y que exhibía en vuelo con todo su esplendor era envidiado por otras aves y admirado por todos los animalitos que por la isla correteaban. Por todos, incluso por un pececillo que todas las mañanas se acercaba a la orilla para observar los gráciles movimientos de la hembra emplumada. Estaba enamorado de ella y, aunque pensaba que un "cacho carne de conserva" como él no tenía ninguna oportunidad, a la pajarita marina no le había pasado desapercibida la atención y la estima que el teleósteo le profesaba. Así, un día, ella se acercó a la orilla y se dirigió a él. De cómo los seres terrestres (y extraterrestres quizás) se conocen y se enamoran no es el tema del cuento, así que os podéis imaginar mil y un detalles que juntos crearon un gran amor, un amor tan fuerte que unió a dos seres tan distintos.
Pero no acaba aquí la historia, sino que empieza, porque la vida marital es por encima de cualquier calificativo complicada. El primer problema surgió a raíz de la instalación del nuevo hogar donde debería refugiarse y crecer su valiente amor. El ave, por supuesto, prefería los espacios abiertos, aire puro, algo de campo e insectos. El pez, por el contrario, le horrorizaba la vida urbana (isleña en este caso) y prefería el romper libre de las olas, los vaivenes de la marea y, claro, la presencia inevitable del líquido elemento, para él , si cabe, más importante que la preciosa ave de sus sueños. Ella admitió su necesidad de agua pero no sin hacer antes comentarios ultrajantes acerca de su "pobre y arcaica forma de respirar". Subsanaron el problema construyendo un precioso nido-cueva en la orilla junto a unos arrecifes de coral. Aquel nido, hecho con ramas y algas, estaba provisto de lo más esencial para una relación que acaba de empezar: un dormitorio, un baño, cocina con "office", una espaciosa bodega inundada y una terracita empotrada en las rocas. Espacio que fue suficiente hasta que al plumífero le invadieron los instintos maternales. "Quiero tener crías" fue el sorprendente e inquietante anhelo que le transmitió al pececillo. Él estimó que aquella petición era del todo imposible, un desafío impenetrable incluso para la todopoderosa Naturaleza. Ella confiaba en sus posibilidades y le comentaba planes contorsionistas para llevar a cabo la consumación matrimonial hasta entonces aparcada. De las relaciones, torpezas, fantasías y desviaciones sexuales se han escrito multitud de tratados, pero tampoco es el tema de este cuento contar cómo lo lograron. Pero lo lograron. El ave quedó en estado de buena esperanza y puso una especie de huevo gelatinoso del cual nació una hermosa cría. Tenía los ojos saltones de su padre, los vivos colores de su madre, y unas alitas que le permitían abandonar el agua durante algunos segundos.
Así nació el pez volador, fruto de un amor, a priori, imposible de sostener, que no sólo sobrevivío, sino que marcó un antes y un después en materia de apareamientos, y dejó patente la habilidad vital de hacer los sueños realidad.
miércoles, septiembre 28, 2005
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1 comentario:
Si el PP hubiese estado en la isla estaríamos hablando de un PPez Volador y quien sabe si hasta hubiera sustituido a las gaviotas. Pero sobre todo sería un pez constituyente, está claro.
Por cierto que veo que los títulos de misses los reparten así como así, sin concurso que medie ni medias. Esto ya no es lo que era. Cachis.
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