Ultimamente tengo el mismo sueño. Uno de esos sueños tan extraños y desconcertantes que parecen una película francesa, o, a lo peor, sueca. Me despierto en una gran cama de matrimonio con un dedo metido en el ojo. Es el de mi esposa, que duerme a mi lado con tan dañina postura. Me levanto y piso un perro que reacciona de mala manera y se afila sus dientes en mis tobillos. Cuando termina de devorarme el pie saca un cepillo de dientes y se los lava mientras canta New York, New York. Yo, estupefacto, salgo de la habitación con tres pies en vez de uno, y camino con singular pericia dirigiéndome a la cocina. Después de desayunar, me visto y salgo de casa a por el coche, para dirigirme al trabajo. A pesar de tener un enorme espacio para maniobrar no consigo sacarlo de la acera. Entonces oigo un golpe en la parte trasera que me estremece. He atropellado a mi vecina. Ella sonríe porque sabe que no tengo carné de conducir y me despide con el fémur en la mano. Mientras espero en un sémaforo el coche se llena de agua, yo abro las ventanillas para poder respirar y un guardia me pone una multa por verter pececillos de colores a la calzada. "Si hubiesen sido sardinas no hubiese pasado nada", replica. Entonces mi volante se convierte en un pato con los ojos azules que me suelta un discurso sobre el nihilismo. Yo me largo por el tubo de escape y empiezo a correr como un poseso. Todos son patos, menos mi vecina que es un arenque del Atlántico Norte, y, además, lee a Sartre. Doblo la esquina y me encuentro en la escuela de mi infancia. Todos van sin zapatos y con chinchetas en la nariz. Uno de los niños se acerca y me cuenta las leyes de Maxwell, después se transforma en torero y da tres pases de pecho a un cerdo ibérico. Intento escapar pero no puedo porque la mitad de mi cuerpo se ha convertido en portería de fútbol. Cientos de niños llegan con sus balones para chutar a gol. Mientras soy ultrajado de aquella manera, un pajarito se posa en mi hombro y me susurra al oído: "El proceso del trabajo está definido por actividades del hombre orientadas a la transformación de los objetos naturales" . Yo le intento contestar pero solo puedo decir "una barra de pan, por favor" y "me gusta la conquiliología". Esto último no sé lo que significa pero el pájaro se va aterrado silbando La Bien Pagá. Me doy cuenta de que he recobrado mis piernas y que puedo escapar, pero no quiero porque frente a mí desfila una modelo desnuda que anuncia pastillas para la garganta. Yo carraspeo para llamar su atención, pero me ignora; es más, me vuelvo tísico con la sola esperanza de cruzar nuestras miradas pero ella se coge del brazo de un viejecito en perfecto estado de salud que grita excitado y con espuma en la boca:"¡El tamaño no importa! ¡La impotencia tiene cura!" Ahora sí me invade el pánico y corro por calles desconocidas. Entro en una casa que resulta ser la mía. Voy al dormitorio y hallo a mi mujer dormida con el dedo pulgar del pie hundido en uno de sus ojos. Me siento cansado y me acuesto.
Entonces me despierto de verdad, sudoroso. No pasa nada. Mi mujer sigue a mi lado con los ojos libres de dedos. El perro duerme junto al pato y la casa sólo se ve perturbada por el abuelo, que corre, como siempre, tras la enfermera, gritando a pleno pulmón: ¡Espera! ¡El tamaño no importa! ¡La impotencia tiene cura!
jueves, octubre 06, 2005
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