jueves, noviembre 10, 2005

Las campanas de la iglesia (III)

Pasó el tiempo y el asunto llegó a las más altas instancias jurídicas. La pareja denunció al parroco por escándalo público, y éste, derrumbado, no tardó en confesar que no llevaba ropa interior bajo la sotana. Cuando le aclararon que no era ese el badajo que escandalizaba, rápidamente se retractó y , no sólo aseguró (mostrándolos) que llevaba calzoncillos de lana, sino que insistió, una vez más, en que nadie tocaba las campanas, y que él pensaba que desde hacía tiempo estaban estropeadas. El juez, atónito, ordenó precintar la torre para que nadie tocase las campanas, a excepción, claro, del día de Navidad y el Domingo de Resurrección. Y así se hizo. Pero el matrimonio Toscani, y el resto del pueblo, seguían escuchando las campanas. Cuando don Mario no hacía sino ademán de bajarse la bragueta, las campanas comenzaban a voltear con violencia, deteniéndose al punto que volvía a cruzar los brazos. Tentado estuvo de organizar y dirigir una coral acompañado por las campanas, pero fue disuadido de sus intenciones cuando le sugirieron la posibilidad de que la bragueta se quedase enganchada y el pueblo se viese condenado a un campaneo ad infinitum. La irreversibilidad de la situación condujo a medidas más drásticas y , tras el recurso de apelación presentado por los Toscani, el juez se vio obligado a confiscar las campanas de la iglesia. El párroco presentó su dimisión al obispado, que quedó estupefacto al escuchar el relato, más aún, si cabe, que al comprobar que aquel hombre jamás había sido ordenado sacerdote.

El día que se llevaron las campanas fue un acontecimiento en el pueblo. Los partidarios de su destierro, que, poco a poco, se habían hecho más fuertes y mayoritarios, organizaron una fiesta por todo lo alto, con guisos, bebidas y baile. Hasta el alcalde, que desde un principio había apoyado al párroco y los quehaceres de la iglesia, despotricaba acerca de las campanas blandiendo con singular, y experimentada, habilidad una botella de vino tinto. Hubo hurras y
aplausos cuando fueron descolgadas de la torre, donde, por supuesto, el señor Toscani había hecho los honores cortando el precinto que sellaba la entrada al campanario desde la primera resolución del juez. Cuando las cargaron en la camioneta de los juzgados, que había de llevarlas al almacén, un profundo silencio inundó la plaza. Los ojos de cada uno de los habitantes del pueblo se clavaron en aquellos enormes instrumentos, majestuosos, elegantes, armónicos hasta en su figura, silenciosos guardianes de melodías moduladas para deleitar los oídos; descansaban tranquilos, inmunes a cualquier agravio, recordando, seguro, que habían sido privilegiados espectadores de las locuras humanas que rellenan el tiempo, orgullosos de su condición de divinos objetos, sostenidos tan cerca del cielo, alejados de las palabras vanas, de las promesas absurdas y de la estupidez humana. Las puertas se cerraron y un niño dio una voz, la señal para iniciar el espectáculo de fuegos artificiales que despidió a la camioneta llevándose las campanas requisadas al almacén.

Llega la noche y la pareja Toscani ya se ha retirado al dormitorio. El hombre se desabrocha el pantalón con una sonrisa nerviosa. Ella le responde con otra traviesa. Ambos se funden en pasión, locos, desbocados, liberando sus instintos reprimidos con una avidez desaforada. En el pueblo se escuchan gritos desgarradores, suspiros asfixiantes, jadeos, barbaridades, y un sonido
devastador que se levanta por encima de todos. "¿Los muelles de la cama, cariño?.- No, yo diría que son, más bien..¡campanas!" Y al unísono, el placer y la pasión se unen con el sonido místico que traen los vientos. En este pueblo se siguen escuchando, y se escucharán por siempre, las campanas de la iglesia.
FIN

No hay comentarios: