miércoles, noviembre 16, 2005

Primer amor

Especialmente las enfermeras. Esas me gustan por encima del resto. No sé si es por el uniforme o porque la primera mujer que me vio desnudo fue una enfermera; una maravillosa interna de maternidad. Lo recuerdo como si fuera ayer, aunque ya han pasado tres meses desde que nací. Desde entonces no he conocido a una mujer igual; parece que me falta algo... no sé, el chupete lo llevo en la boca y los pañales están limpios, pero...

Mi madre es una mujer estupenda que siempre está encima de mí, haciéndome carantoñas y mascullando palabras ininteligibles (¿qué demonios significa gugú tata? y, ¿por qué tanta insistencia con el ajo?), pero ahora que he cumplido 90 días ya no dependo tanto de ella. Tengo mis objetivos: dentro de poco seré capaz de sostenerme en pie y daré mis primeros pasos, dejaré eso de andar a gatas que es tremendamente molesto y asqueroso. Con las técnicas de relajación que estoy siguiendo es posible que aprenda a controlarme y no necesite nunca más los pesados pañales. También me libraré del cochecito, no pienso montarme en nada con ruedas que no controle yo. Y, sobre todo, pronto, muy pronto, empezaré a deleitar a mi familia con todos estos pensamientos que me desbordan. No seré demasiado elocuente al principio porque he observado una patente (y patética) falta de comunicación entre los adultos. Hablan, sí, muchísimo, pero rara vez dicen algo. Claro, que si yo ahora me siento impaciente por musitar unas palabras qué no sentiría si tuviera que esperar, en silencio, a la persona adecuada para comunicarme. Mi padre resulta gracioso. Cuando nos juntamos rivaliza conmigo en babear, sabiendo que en eso soy invencible, pero no le importa; me trae juguetes y jugamos juntos, yo con los juguetes, él conmigo y los juguetes con él. Siempre acaba rompiéndomelos y, cuando lo hace, inmediatamente me los pone entre las manos y le da unas explicaciones inverosímiles a mi madre. Pero, a lo que iba, desde que soy independiente, consciente de mi responsabilidad en la vida y profundamente enamorado de la misma, he notado que me falta algo. Es una sensación persistente cuyo origen creo haber descubierto: la separación con los demás provoca angustia. Quizás por eso no me quito de la cabeza a la enfermera. ¿Qué será de ella?

Se llama Luz y hace muy poco que entró en el hospital. Le encantan los niños (eso me da posibilidades) y su verdadera vocación es la de pintora. Le hubiera encantado estudiar Bellas Artes en la universidad pero la tradición de enfermeras de su familia es demasiado fuerte como para traicionarla. A pesar de todo es una excelente enfermera y cuando tenía mucho trabajo yo siempre le echaba una mano, con mis limitaciones, claro. Tiene unos ojos preciosos y una sonrisa encantadora, seguro que fue un bebé hermoso. No puedo quitármela de la cabeza. Quisiera tener unos brazos fuertes (no rollizos como ahora) para poder abrazarla, cuidarla. Quisiera tener un montón de cosas para compartir, para dárselas todas. Y (confesión) más que nada me encantaría tener dientes para hincarlos, con suavidad, en ese maravilloso cuerpo (no me la imagino hecha puré). En definitiva, desde hace tiempo una sensación extraña se apodera de mí: cuando estoy con ella, cuando no lo estoy, cuando la veo, con los ojos cerrados o abiertos, dormido o despierto, en cualquier momento y en cualquier situación, pienso en ella constantemente. Es un sentimiento difícil de expresar con palabras (sonidos guturales en mi caso) pero sé que estará presente, de una forma u otra, el resto de mi vida.

Ayer volví al hospital. Un catarrillo sin importancia aunque mis padres se pusieran histéricos. Y la vi. Se acordaba de mí y me hizo cosquillas como sólo ella sabe. Yo era inmensamente feliz en aquel momento, hubiese deseado que se detuviese el tiempo, que dejasen de pasar personas a mi lado, que su risa resonará en mis odios por siempre y mi dedo permaneciese atado a su mano eternamente. Pero entonces ocurrió algo inesperado y desconcertante. El médico que me atendía la rodeó con los brazos, por la cintura, y la besó. Primero en la mejilla y luego en los labios. Entonces mi pequeño corazón se estremeció, mis ojos se empañaron y empecé a berrear como nunca lo había hecho. Y aunque mi llanto era estruendoso yo no me oía casi gritar, y ponía más empeño a golpe de pulmón y rabia, y apretaba mis puños y los lanzaba al aire totalmente fuera de mí. Fue cuando realmente me puse malo. Pero se me pasó. Afortunadamente el tiempo lo cura todo y en cinco minutos me repuse por completo. Me serené y me bastó un análisis reposado y objetivo para comprender la situación. Sí, para qué lo vamos a negar, yo soy joven para ella; porque mi corazoncito todavía tiene que hacerse grande, tan grande que no me quepa en el pecho, tan fuerte que se mueva por sí solo, tan gigantesco que llene a todos y todos quepan en él. Hasta entonces (seguro que entonces encontraré a una enfermera) no olvidaré la cruz roja bordada en el pecho de mi primer amor.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy bueno, amigo. Muy bueno. Enhorabuena.