A mi tribu le gusta la carne. No es que no hayamos probado nunca la fruta y la verdura o que su sabor nos provoque naúseas, pero tenemos algunos remordimientos por quitarle su comida a los animales, que, dicho sea de paso, nos proporcionan tan generosamente su deliciosa carne. Supongo que no es muy extraño que a una tribu le guste la carne, pero, por lo visto, en algunos lugares lejanos nos consideran una clase particular de carnívoros, porque entre nuestro menú incluimos el más excelso animal que pudiéramos incluir: el hombre. Vaya, no nos vamos dando bocados por ahí a diestro y siniestro, pero de vez en cuando nos damos un homenaje, con el permiso de un homenajeado. Nosotros lo encontramos natural, ¿quien sino tu semejante te va a dar todo lo que necesitas?
Y sobre todo somos generosos. Somos capaces de entregarnos para saciar el hambre de nuestra comunidad a sabiendas de que ya no caminaremos sobre nuestros dos pies, si acaso, caminaremos repartidos en cientos. Somos generosos, y aquí otra cosa no tiene cabida. El egoísmo se paga caro y se pasa mal. El mal del egocentrismo es nefasto para un caníbal, es una paradoja imposible que acaba en total destrucción. Empiezas diciendo yo y terminas por devorar todo lo que está a tu alcance. Primero los brazos, y ya no puedes abrazar a nadie, y luego las piernas, y no puedes salir corriendo. Y como los dioses nos dieron un cuello corto, el caníbal egocéntrico sufre mutilado el resto de sus días.
Sólo quería deciros esto. Me voy, que me han preparado un homenaje.
lunes, enero 17, 2005
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario