jueves, julio 14, 2005

Cooper: El misterio del hombre proclive (IV)

-Usted no lo entiende...Puede tocarse el pelo todas las mañanas. Pero yo sólo puedo acariciar este fría cerámica.
-Bueno, ya que voy a morir permítame ser sincero. Su problema no es la cisterna. Es usted de un proclive que no se aguanta.
-Es cierto..., siempre lo he sido. Desde pequeñito tuve una especial propensión, acentuada por el asalto de inclinaciones incontroladas. Propender era para mí algo natural aunque los demás lo rechazaran por impulsivo. Pero sí, desde mis incipientes cinco años soy especialmente proclive. Cada vez que bebía un vaso de agua por las orejas tenía que disimular para evitar que se dieran cuenta. No podía dar dos pasos sobre los nudillos sin que alguien murmurara alrededor. Y siempre que cepillaba mis dientes con estropajo se hacía un silencio fúnebre. Varias novias me dejaron por ello. No comprendían que fuera tan proclive, y a veces, erróneamente, me tachaban de confuso y prolijo. Pero no había nada farragoso en mi conducta, simplemente me mostraba más tendente que los demás.
¿Pero es justo que me ataquen por ello? ¿No ha sido un excesivo precio cargar con una cisterna en la cabeza? ¿Por qué la vida nos trata así?

Comprendí entonces que los discos de Camilo Sexto eran de su uso y disfrute. Vacilé entre responder una a una sus preguntas, con especial dedicación a la última y sus derivaciones antropológicas, o agarrar el bate de béisbol que estaba sobre la mesa y atizarle con ganas. Hice esto último dejando bien a las claras que nunca he sido un apasionado de los deportes americanos, y, en lugar de despojarle de su revólver, le golpeé en la cabeza haciendo añicos el tan nombrado accesorio que sobre ella se situaba. Cerré los ojos esperando el inevitable balazo pero no se produjo. Más al contrario arrojó el arma y se fundió en una abrazo con mi persona al grito colérico de "¡Por fin veo la luz!, ¡veo la luz! ¡Me has liberado! Por dios, que asco de habitación...¡Veo la luz!"

Me encanta la luz de la mañana reposando sobre un cheque en mi despacho. Otra vez podría hacer la compra y abandonar la ingesta de productos caducados.
-Así que estos pedacitos es todo lo que ha quedado de aquel hombre.
-Eso es. Una desgracia. Le explotó una bomba casera que, por otro lado, le tenía a usted como destinatario.
-Buen trabajo. Se ha ganado su sueldo.
No sentí ningún remordimiento por falsear algo los hechos. Al fin y al cabo el hombre había rehecho su vida ingresando en un monasterio, como no, cisterciense. No haría mal a nadie salvo, quizá, a los hermanos frailes que no tolerasen sus extravagancias. Me acosté con la satisfacción del trabajo bien hecho y el único asunto pendiente de responder a una pregunta. La vida nos trata así porque hablamos de ella como algo ajeno que nos trata. Y si no, ¿por qué habrían de caducar tan pronto los yogures del supermercado?

FIN

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