Era yo un chaval cuando el abuelo patrullaba las calles con su imponente uniforme de policía. Lo hacía sólo de vez en cuando. Las barrios eran peligrosos y además estaba prohibido suplantar la personalidad de una autoridad pública. Pero mi abuelo se arriesgaba para mantener sus lucrativos negocios. Un local de apuestas, dos burdeles, alcohol de contrabando y , oculto en la trastienda, su auténtica fuente de ingresos: un almacén para el transporte urgente. Sí, mi abuelo hizo una fortuna con el tráfico de paquetes, tan legalmente, que apesadumbrado tuvo que retirarse de su fracasada vida como delincuente. ¿Y que pinta esto en mi vocación? No tengo ni idea, pero de alguna manera tenía que explicar el horroroso cuadro de mi abuelo que cuelga en el despacho.
La cosa iba de vacuidad. En esta vida hay dos clases de estómagos insaciables: los que están vacíos y los que emulan a los agujeros negros, esto es, los que acumulan tal cantidad de masa que nada escapa a su atracción. Ese era el caso de mi tía Salomé, casi doscientos kilos de mujer con tales propiedades estancas que durante años fue utilizada como ancla de un buque carguero. Luego se levantó la moratoria sobre las ballenas y ya no la volvimos a ver. Pues a lo que iba, estando mi estómago vacío topé con mi verdadera vocación: cocinero.
(CONTINUARÁ)
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