miércoles, julio 20, 2005

Cooper: Los orígenes (II)

Me presenté a una vacante de pinche en uno de esos cochambrosos restaurantes de los barrios bajos. El aspecto de la cocina no distaba mucho del aspecto del comedor: grasa por todas partes y cero clientes. Uno podría preguntarse cómo sobrevivía aquello, pero yo no me lo pregunté, me limité a fregar platos y a reciclar la grasa de las paredes. Me pagaban unas monedas y recibía lo más parecido a comida que había visto en los últimos meses. Ahora pienso que mi sacrificio y mi actual úlcera merecía algo más, pero cuando uno no tiene nada, un poquito es más. Sin embargo, allí algo olía mal. Durante meses lo achaqué a la despensa, que contenía varios alimentos putrefactos, pero pronto mi consabida perspicacia dio con la anormalidad. Aquella escasa clientela que depositaba monedas sobre la barra no eran comensales. De hecho, lo que depositaban no eran monedas sino balas del 38. Esto me llevó a una primera conclusión: necesitaba gafas. Efectivamente tras acudir a un profesional de la óptica empecé a ver todo mucho más claro. Aquellos armarios de traje y mocasines eran auténticos gangsters y lo que yo había estado sirviendo como jamón de pato era lomo canino. Se reunían allí para planificar sus golpes y, de vez en cuando, también para repartir el botín. Uno de ellos tenía una enorme cicatriz y solía contar orgulloso como la había conseguido:

- un ataque de apendicitis; por poco me da peritonitis, pero colgué al médico de su estetoscopio y le dije "o se pasa por alto la lista de espera o me la quito yo mismo y se la doy de comer", y me la quitó, aunque igualmente se la di de comer porque el sueldo de médico no le llegaba para mucho.

Eran personajes realmente tétricos. Como Johny Pies Grandes, llamado así porque tenía unas manos muy pequeñitas, o Peter El Sanguinario, cuyo mote hacía referencia a su perniciosa costumbre de donar dos litros semanales. El peor era Jack Perry, también conocido como Jack Louis, o Jack L. Perry, o Jack P. Louis. El nombre le venía de sus abuelos paternos, los cuales, por cierto, no tenían nada que ver con el mundo del crimen, aunque uno de ellos era sepulturero y aprovechaba las sinergias.

Un día que recuperaba grasa de las mesas para contribuir al cochinillo de la cena me enteré de sus turbios asuntos. Esperaban un cargamento de nieve. ¿Qué ocultarían tras esa tonta metáfora? ¿Se trataría de azúcar blanquilla? ¿Desinfectante de contrabando? ¿Polvos de talco ilegales? ¿O quizás harina adulterada? En fin, lo que menos podía pensar, siendo un detective en ciernes que todavía no se consideraba como tal, es que pudieran estar hablando de cocaína. Ese fue mi primer acierto en la profesión, puesto que no hablaban de cocaína sino de nieve de verdad, de la suave, fría, húmeda y finísima agua congelada. El golpe era muy sencillo: se trataba de distribuir la nieve por toda la ciudad y acabar de un plumazo con todos los chiringuitos playeros de la competencia; después construirían una estación de esquí con el consiguiente pelotazo y de paso se harían con el negocio del yeso , prometedor, puesto que allí nadie tenía ni idea de esquiar. Un plan perfecto para apoderarse de la ciudad. Pero no contaban conmigo.
(CONTINUARÁ)

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