Ah, cómo le gustaba la Navidad a Wilderiano, cuánto las amaba, cuánto las deseaba... cuánto sería, que las celebraba todos los meses con fervor. "¡Saca los adornos navideños de la piscina!", le decía su madre en agosto, "¡Jo, mamá, deja de tocarme las bolas (navideñas, claro)!", replicaba el retoño. Porque Wilderiano, en realidad, de pequeño quería ser Niño Jesús ("Niño Dios", le gustaba llamarse a sí mismo) y recibir la adoración de pastorcillos y reyes, sobre todo de éstos que traían buenos regalos. "¡Pero dónde está tu espíritu navideño!", decía su padre mientras Wilderiano escribía su epístola de ciento cincuenta páginas a los Reyes Magos. Y él se los imaginaba, no con camellos, no, con un inmenso trailer cargadito de regalos, zum, zum.
Ay, Wilderiano ¿dónde dejarías tu espíritu navideño?
- ¡Ostras!, pues aquí en el cajón del escritorio, junto a los propósitos de año nuevo, lo había olvidado...
miércoles, diciembre 22, 2004
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